Ko Samet
A tres días de volverse a España, la Nita pedía más playa, coger más color para poder fardar en Soria. Yo no estaba dispuesto a volver a Pattaya que, pese a ser la playa turística más cercana a Bangkok, su ambiente deja mucho que desear así que decidí hacer un viaje un poco más largo y llegar hasta una isla que llevaba tiempo queriendo conocer. El plan estaba claro: mientras la Nita se tostaba yo descansaría de la ajetreada visita celtíbera y, todavía con mi hermana aquí, me recuperaría de la tristeza que me había dejado su partida.
Nos levantamos muy temprano para coger el autobús a Rayong. Aunque nos prometieron tres horas de viaje el bus era de segunda clase e iba parando a todos los peatones que se veían en el andén para preguntarles si querían subir. Un dolor de viaje que duró más de cinco horas. Desde Rayong cogimos un songteew hasta Ban Pe y desde allí un barco para cruzar a la isla. A la una y media de la tarde ya estábamos en el puerto de Ko Samet donde alquilamos una moto de 125cc. Eran las únicas motos disponibles; pensaba que quizás era demasiado potente hasta que salí del puerto. La isla no estaba asfaltada y el terreno accidentando se complicaba con los surcos que había en los caminos hechos tanto por el agua como por los vehículos locales que conducen sin cuidado. Yo la verdad es que no he montado demasiado en moto y conducir una moto de esa potencia, marchas manuales, por caminos difíciles, cuestas pronunciadas, con mi hermana de paquete (que iba algo acojonada y se movía) y una mochila… fue toda una aventura.
En seguida encontramos una guesthouse simple, cama grande y ventilador, y nos bajamos a la playa. Era ya un poco tarde y estábamos prácticamente solos, disfrutando de la arena blanca, del agua limpia, de los garitos playeros, de sus ensaladas, sus helados, de sus batidos de frutas tropicales.
Descansando del ajetreo que había llevado durante el mes anterior y relajándome con los encantos de Ko Samet.
El sol no tardó demasiado en ponerse lo que dio lugar a que las mosquitas salieran de caza. Samet es una isla con abundante vegetación tropical y está infestada de mosquitos por lo que en cuanto cae el sol hay que tener a mano el repelente.
Cenamos marisco del día, muy fresco, acompañado de unas Singhas, y para terminar el día echamos unos cubos de Sangsom (whisky tailandés) y unos bailes en un bar con malabares con fuego.
Todo en la misma playa donde habíamos pasado la tarde, con tres garitos que nos habían dado todo lo necesario para pasar un relajado día.
Al día siguiente me levanté muy tarde, con algo de resaca, sin tener a la Nita al lado que ya estaba en la playa. Cogí un libro, un cuadernillo de sudokus que me había dejado el Fragui, una radio, la esterilla y vuelta a la playa. Batido de platano y comedura de tarro con un sudoku chungo para desayunar, ensalada de calamar y gambas para comer y un día entero leyendo, mirando al infinito, pensando en mi futuro, hablando con mi hermana sobre la vida…
A media tarde decidí moverme de allí, pillar yo solo la moto y ver algo más de la isla. Llevaba dos días en la misma playa y, aunque era un paraíso y lo tenía todo, también quería recorrerme los cinco kilómetros de pista que cruzan KoSamet de Norte a Sur. Comprobé que apenas había turismo en el resto de la isla; solamente me crucé con algún pickup cargado con un par de guiris y con un grupo de tais paseando y que me pidieron hacerse una foto con el farang…
… pero lo normal era estar solo en el camino; tu, la moto y la isla tropical alrededor.
Flipé con las accidentadas pistas, con las pendientes, con los dispersos y básicos bungalows de madera a lo largo de toda la costa, con la abundante vegetación que se comía el camino, con los sonidos de la jungla, con las vistas de los acantilados del sur… ¡que pasada de isla!
Al atardecer llegué a la punta sur de la isla, donde estaban terminando un resort de lujo. Curioso por el choque (el resto de resorts de la isla son muy básicos) di un paseo entre los elegantes bungalows, llegué a su preciosa playa privada plantada de cocoteros y un par de lanchas privadas para los clientes, pregunté el precio (9.000 bahts, unos 200 euros, por noche) y me fui acompañado por un par de sonrientes señoritas que trabajaban allí e iban a ver la nublada puesta de sol en el muelle del resort.
Las señoritas habían cogido algo de pan sobrante y lo echaban al agua para atraer los peces de colores.
En cuanto el sol se puso las señoritas me aconsejaron que volviera al Norte. Ciertas zonas del camino están tan cerradas por la vegetación que no tienen sol en todo el día y en cuanto cae el sol la oscuridad dentro de la isla es absoluta. Si la ida al Sur ya había sido disfrutona, la vuelta fue la hostia. Cruzando de noche la selvática isla tropical en bañador, camiseta y sandalias, sin ver un alma en todo el camino, por unas pistas que ya de día eran difíciles, con la vegetación que despedía exagerado frescor y humedad, con los incesantes sonidos de los animales de la selva y zumbidos de mosquitos que superaban al ruido del motor, esquivando los enormes insectos que atraídos por la luz de la moto se chocaban contra mi cara, y pese a lo lento que iba dolían. Retando al acojone paré un par de veces la moto, la luz y escuché intentando distinguir sonidos. Sin el apoyo visual de la luz la selva se te echa encima rápidamente; a los pocos segundos de oscuridad distingues la superposición de muchos sonidos: los incesantes chicharreos de los insectos terrestres, los amenazantes zumbidos de los voladores, los extraños graznidos de los pájaros tropicales, los agudos chillidos de los monos y un huevo de más sonidos que no sabía de donde podían salir. Sentía los ruidos tan cerca que daba la sensación de que los animales estaban saliendo al camino para oler al intruso. Era acojonante (nunca mejor dicho) la presión para arrancar la moto, poner pies en polvorosa y volver a tu entorno habitual; dejar de hacer el gilipollas en un terreno tan desconocido.
Ya de vuelta en la playa del norte le conté la aventura a mi hermana, que la verdad pasó bastante de mi. Nos dimos una ducha en el bungalow y a seguir con el ritmo normal de turista en la isla: pescadito, comida tai, batido de frutas tropicales, singhas, Sangsom y bailoteos que recordaban a las raspas celtíberas de hacía apenas una semana.
Al día siguiente volvimos a Bangkok para que la Nita cogiera el vuelo de vuelta a España. De nuevo pena por saber que no la voy a ver hasta dentro de casi medio año y por todo lo que he disfrutado de su estancia aquí.
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